Comúnmente decimos, “siento frío”, “siento que algo malo se acerca”, “sintió pasos”. En fin.
Sentir no es sino percibir o notar algo. Determinada sensación que emerge de un estímulo externo o del mismo cuerpo, y puede concurrir el sentido del oído, aunque sin claridad plena. También se traduce como la recepción de información a través de los ojos, oídos, piel (tacto). Así, el ciego, el sordo, tienen sensaciones varias, según el caso, respecto al frío, el calor, el peligro que se avecina como respuesta a los órganos de los sentidos en señales que envían al cerebro que coordina y unifica información. Tener sentimientos, emociones; experimentar algo mediante los sentidos, por ejemplo, el tacto. Decimos: “Siento una sensación extraña al tocar este objeto”, “noto algo raro en el ambiente” (el olfato), o “siento que no me ama” (un sentimiento para el pueblo gentil o que no conoce a Dios).
Bíblicamente hablamos de “un mismo sentir” como en 2 Corintios 13:11, o 1 Pedro 3:8, o ”un mismo sentido” en cuanto ser todos compasivos, expresar el amor fraternal que debe cobijarnos, ajenos a vanas disputas, riñas, pleitos; a ejecutar las tareas asignadas de un solo modo o manera conforme a las directrices divinas o a las emanadas de quienes estén al mando de la iglesia, congregación, ministerio, por citar brevemente ejemplos.
El texto sagrado en 1 Pedro 3:8-9, nos proporciona claridad: “Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredasen bendición”.
¿Acaso no sentimos congoja, tristeza, preocupación ante el lloro de un hijo? Sea porque le vemos triste, apesadumbrado, y nuestro corazón de padre o madre se conduele.
El Padre viviente siente lo que nosotros sentimos porque nacimos de su corazón, de sus entrañas; pues, con dolor nos ha llevado a Él, nos compró con dolor, a precio de sangre. El Padre siente el dolor, el rechazo, la traición. (ref. 1 Corintios 6:20; Efesios 2:13; 1 Pedro 1:18-20).
Sintió lo que su amantísimo Hijo tenía en su corazón en aquellas horas de angustia en el Getsemaní, en esas horas muy duras al cargar la cruz hacia el Calvario; en los golpes, en los insultos, en el rechazo. Sintió dolor al verle clavado en es horrenda cruz. Pero, en verdad, lo que nosotros pasamos o sentimos es poco, muy poco. El Señor Jesús pagó el precio más grande, el dolor más fuerte Él lo llevó consigo a fin de que nosotros transportemos una carga menor, no suframos tanto (Isaías 53: 3-8)
Enseñanzas:
- Si aun los padres decimos: queremos dejar algo a los hijos para que ellos no pasen, no sientan lo que pasamos o sentimos nosotros. Pobreza, severas limitaciones, incomodidades serias, carencia de salud, de estudios, de un trabajo decoroso. Y, en verdad, el Hijo de Dios, Jesús el Señor atravesó lo más fuerte y degradante porque Él no quería que sus hijos pasemos por lo que tuvo que pasar.
- Duele la traición, duele el rechazo, duele la indiferencia, duele el odio. Mas, ahí aprendemos a morir para que Él viva, para que Él se levante en nosotros. No quiere ver la carne que nos invada y se levante en resentimiento, en molestia, en enojo. (1 Corintios 15:31, Gálatas 2:20)
- Si alguien quiere ver la gloria del Señor, debemos mirar el ejemplo del mártir Esteban relatado en Hechos 7:54-60. En el apedreamiento a que fue sometido, sufría terribles dolores; empero, su corazón estaba inclinado hacia Dios, mientras invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Luego, durmió.
- Clamó al Padre, a su Señor, pidió perdón y pudo mirar más allá de lo que los demás miraban. Cielos abiertos para él. Un hombre que aun vivo físicamente estaba muerto a su carne. Por ello pudo resistir a los golpes, las pedradas, sin ira, sin enojo, tan solo con la paz del Señor por cuanto había alcanzado la estatura de Jesús.
